El sábado llenamos una camioneta de ocho plazas con diez personas, y partimos hacia Chichén Itzá, un asentamiento maya que ha sido recientemente nombrado como una de las nuevas Siete Maravillas del mundo.
Era el día del equinoccio de otoño, y como cada seis meses, se concentró allí una enorme multitud de personas para contemplar un fenómeno espectacular que se viene repitiendo desde que los mayas levantaron el complejo, en la época prehispánica: la pirámide principal está orientada de tal forma que en cada equinoccio, la posición del sol hace que se forme un juego de luces y sombras sobre la construcción, de modo que en uno de los lados se ve el dibujo de una enorme serpiente que se desliza hacia el suelo. El reptil era un dios, y era conocido como Kukulcán (serpiente emplumada). Las leyendas locales cuentan que si alguien le ve las alas, es una señal que augura su muerte; y que sólo las personas mudas pueden verle garras. Nosotros, como todas las personas allí concentradas, tuvimos mala suerte: el día estaba nublado y no pudimos ver ese espectáculo, planeado por los mayas a partir de la observación del cielo, cientos de años antes.
De lo que sí disfrutamos fue del baño en un cenote subterráneo cercano, de más de 50 metros de profundidad, y en el que podíamos tirarnos (aventarnos) desde más de diez metros de altura. El lugar era precioso, pues la luz del sol apenas entraba por un pequeño agujero del techo, y el agua tomaba una tonalidad muy peculiar.
En el camino de vuelta hicimos una parada en Izamal, un pequeño pueblo colonial que recuerda mucho a los pueblos del interior de España: la plaza central, la iglesia y el ayuntamiento, en el centro; y las casitas, todas juntas, alrededor. Era un bonito lugar para dar por terminado un día de continuos regalos para la vista.